jueves, 25 de julio de 2013

Ficciones para una memoria petareña de Caracas*

Soy de Petare, así que mi conexión con Caracas, hasta hace poco más de un lustro, estuvo signada por una sola cosa: el Guaire. De hecho, ser de Petare significa nacer “al lado del río”. No parece una imagen feliz, es más bien amarilla y sucia, pero me gusta, me gusta haber “navegado” hasta acá. Digamos que provengo de un pequeño infierno llamado Petare y que Caracas tiene el potencial de ser mi purgatorio.
Uno de mis paisanos del río, Alí Gómez García, lo narra así: “Mi tía Hilda se quedó acostumbrada a decir que ‘voy para Caracas cuando iba a comprar algo en el centro de la ciudad, que es bien chévere y la atraviesa un arroyo jediondo, que dicen los viejos antiguos que una vez se llamó río Guaire, o sea que yo más bien nací y me percaté de la vida en una ribera del Guaire”.
Llegar (o regresar) a este purgatorio (que no promete cielo, pero sí amenaza con devenir infierno) ha sido tema de depresiones literarias. Es célebre el aburrimiento de la pobre María Eugenia Alonso cuando descubre que Caracas no es “una copia pequeña de París”; la frase infame data de las misiones diplomáticas de Guzmán Blanco a suelo galo y fue motivo de burla entre los costumbristas.
El desencanto de la protagonista de Ifigenia no es gratuito. La compra de muebles y altares parisinos para la basílica de Santa Teresa hizo que propios y extraños fantasearan con el afrancesamiento de la ciudad. Ya en 1883, un español de apellido Güell y Mercader advertía que Caracas “convirtióse, como por encanto, en una capital europea”.
La idea de que este pedazo de tierra puede ser otro más chic se prolongó hasta finales de los 50 y encontramos en la pluma de uno de los socialdemócratas más insignes, Mariano Picón Salas, lo siguiente: “Se fue haciendo de la ciudad una especie de vasto -a veces caótico- resumen de las más varias ciudades del mundo; hay pedazos de Los Ángeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johannesburgo, de Jakarta”.
Caracas promete ser otra, pero, mientras tanto…“Usté me tapa esta quebrada y me corta aquel monte allá que con la ingeniería me arreglo yo, pero doctor mire que esto es zona verde. Qué zona verde ni que manga ‘e chaleco pichón, que este edificio no me lo tumba ni Mandrake, entonces cerramos esta calle y la estatua del poeta ese la mudamos para El Llanito; cuál casa colonial, eso lo que es un peligro, pa’bajo es que va y después veremos”.
El relato pertenece a Aníbal Nazoa, se remonta a la década de los 70 y recoge una de las singularidades constitutivas de esta urbe: la improvisación. Incluso, nuestro orden es confuso. Con éxito, Jenny Tallenay logró, en 1878, dar cuenta de la relación complicada de las calles y sus intersecciones: “El sitio en el que cuatro cuadras constituyen los cuatro ángulos de dos calles que se cruzan es una esquina”.
Dos siglos después, el trazado irregular trae consecuencias al bolsillo. “Nadie, ni el matemático más insigne del mundo, es capaz de establecer un cálculo aproximado acerca del costo real de una carrera de taxi en Caracas”, escribe Nazoa.
Míticas también son las “colas fantasmas”, a lo que Aníbal pregunta: “¿Por qué no se crea un Departamento de Ciencias Ocultas que se ocupe de averiguar la causa?”.
LOS HIJOS DEL DERRUMBE
Dice Ítalo Calvino que “cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone”; Caracas se alza contra una montaña. Key Ayala fue capaz de cifrar el sino de los hijos de este valle: “Nacidos bajo el signo del Ávila, a él vuelven. Bajo el signo del Ávila nacieron y bajo el signo triunfaron. Sea el signo del Ávila todavía por siglos, nuestro signo”.
El Waraira Repano emerge como promesa, respiradero, expiación; también es desvarío. El Ávila de Orlando Araujo es “un toro, una esfinge, un lomo de lagarto azul y verde y amatista”.
“Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Ávila al atardecer”, confiesa un García Márquez alucinado por los tres meses posteriores a su llegada a Venezuela en 1957.
La visión de las “azules lomas” nublaron de lágrimas los ojos de Pérez Bonalde en Vuelta a la patria, pero no todos los hijos de la ciudad de los techos rojos han encontrado en ella una madre amantísima. Un Bolívar amargo declara en el “Manifiesto de Cartagena”: “Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus ruinas físicas y políticas”.
Curiosamente, la proclama desdichada se remonta al año del terremoto. Pareciera que la ruina persistió como un fantasma desde entonces y llevó a Cabrujas a sentenciar: “Como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo de grandes constructores, me atrevo a exhibir —hasta con cierta jactancia— que provengo de un pueblo de grandes ‘derrumbadores’, un pueblo demolicionista que hizo del escombro un emblema”.
Todo comenzó con la bola de acero que tumbó el Hotel Majestic. El último episodio de esta trama de escombros fue la caída del Retén de Catia. “La demolición ha sido, durante muchos años, nuestro principal sentido arquitectónico”, apunta Cabrujas. Mientras que Mario Briceño Iragorry se muestra más optimista: “Nos cubrimos del polvo de las demoliciones; somos caballeros condecorados por el asombro, para que comience a levantarse —acaso más feliz— la Caracas del siglo XXI”.
Juan Nuño dijo que ninguna ciudad es inocente. La sabiduría de Caracas consiste en saberse imposible, es decir, condenada a no poder ser. Mi idea de ciudad, desde los 18 años, está atada a un poema de Cavafis: “No hay barco para ti, no hay camino. / Al perder tu vida aquí, / en este rinconcito, en toda la tierra la has destruido”.
Soy hija de extranjeros, mi memoria de Caracas es ficción. El recuerdo más lejano de esta ciudad es mi madre impidiéndome tocar los garabatos de Picasso en una sala fría de museo. Mi primera alucinación caraqueña fue “El gusano de luz” de Julio Garmendia, pero la traición vino al quite: el animalejo de la infancia era una librería que ya no existe. Así quedó sepultada mi esperanza en torno a esta ciudad y comprendí, para siempre, que el desencanto es un placer literario.
*Publicado originalmente en la edición Nº39 de la revista Épale, con motivo del aniversario de Caracas.