jueves, 15 de noviembre de 2012


Libreros bajo el Puente
ENTRE RILKE Y CORÍN TELLADO*
Neirlay Andrade
Rilke para divorciadas
Orietta se divorció. Estudiaba artes plásticas en la Cristóbal Rojas. Nació en Barcelona (Anzoátegui). Recuerda su separación mientras mira un punto perdido en la acera de enfrente. Pelo rojo, boca roja y ojos delineados. “No tenía nada; nunca había trabajado”, dice. Nombra a un señor, murmura (un apodo, quizás) bajito, muy bajito, y con la cabeza en otra parte susurra: “me consiguió un puesto”.
Eso fue hace 23 años. Orietta vende libros: “universitarios, de autoayuda, cultura general, novela, literatura y poesía… todos esos”. Está cansada y lo repite a modo de mantra para sí.
Es una de las “señoras” del puente de la Fuerzas Armadas. Su nombre es italiano, “con doble T”, precisa; su apellido es Pérez.
Lentamente enumera la lista de sus venezolanos más vendidos: “Memorias de Mamá Blanca; los de Julio Garmendia; los de Arturo Uslar Pietri; Rómulo Gallegos…”. Los libros de autoayuda son el pan diario: “ése, el de la vaca”.
Hay libros que Orietta ha escondido. Se ríe y dice: “están en mi biblioteca”. No quiere dar títulos. Lamenta no estar lista para preguntas. Finalmente cede y alza la voz: “¡Rilke, Rilke!”
Cartas a un joven poeta es la joya guardada. Orietta no sabe del culto maldito que la academia tiene por Rilke. No sabe del asombro que siente un pendejo cuando lee: “lo bello es el comienzo de lo terrible…”. Ella sólo sabe que “casi no se consigue”.
Para Rilke, la pregunta por la literatura era muy fácil "¿Debo yo escribir?"; la respuesta de Orietta fue un “sí, debo” (vender libros; no escribirlos). La vida ha pasado: “Ya estoy como agotadita”, suspira.
Resistencia a punta de flores
La Resistencia Literaria inicia con flores. El primer kiosco abre antes de la siete. Está a un costado de la avenida Urdaneta. Una decena de motos lo rodean. También está el carrito Jugo de naranja bien frío… Alberto.
De un lado de la avenida, sentido Petare-La Pastora, están apiñados los afiliados de Mototaxi El punto 2001; del otro, Mototaxi Plaza España con su lema “seriedad y responsabilidad”.
Gracias a una placa pagada por Fondo Común tenemos las señas del lugar. El antecedente de los libreros del puente son los bomberos: “5 de julio de 1937. Aquí se construyó la primera sede bomberil de Venezuela denominada Cuartel Plaza España”. El resto son tonterías del banco y su orgullo por tan insigne institución.
Son 90 kioscos y, en efecto, el primero con el que se topa un transeúnte en la Urdaneta es el de las flores; pero el Nº1 está al comienzo del elevado. También tiene su mensaje (menos solemne que la placa de Fondo Común): “Favor no orinarse aaquiiii…”
Resistencia literaria fue reinaugurado en 2011. A la izquierda de la placa (de aquí en adelante no se mencionarán más) está aquella frase de Nazoa sobre los poderes creadores del pueblo y a la derecha un pasaje olvidado de Estefanía Mosca (Yo creo que hay en mí…).
Entre el carnaval verde-fucsia-azul-naranja-amarillo se pasea el “chamo de las cremas”. Se trata de una mezcla que por la misericordiosa magia de la glicerina (y un jabón no identificado) le devuelve a los libros usados (orinados y rayados) su aura.
Un Bolívar por Corín Tellado
Dice la leyenda (lo asegura Wikipedia) que Corín Tellado escribió unos cuatro mil libros. Es la española más leída después de Cervantes. En el kiosco 53, un libro de la autora con más ventas en español cuesta cinco bolívares. Pero eso no es todo: usted puede cambiar su libro de la asturiana por un bolívar.
Miguel Beomont ha vendido novela rosa los últimos 23 años. Comenzó de ayudante y hoy en día es el único en su especie: romance, vaqueros y policiales de los 60 y 70.
Precios únicos: todas las revistas a 10 y las novelas a cinco. Los suplementos en español a 30 Bs. y en inglés a 50”, aclara.
Toma algunas de sus novelas más vendidas y hace la distinción: Tellado y Carlos de Santander para las mujeres y Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y Keith Luger, para hombres.
Al día, tan sólo en el cambio de novelas, logra cerca de 500 Bs. Su declaración de principios es irrevocable: los libros se leen y se cambian hasta que se deshagan.
El moro que regaló a Shakespeare en Mérida
Arturo es moro (o eso dice). No quiere dar su apellido. Camisa verde, barba blanquita y lentes redondos. Ante la insistencia, lo suelta rápido: Jaen. Lo repite tres veces y echa un repaso fugaz por la avanzada árabe en la península ibérica:
La mayoría de los españoles tiene sangre árabe. ¡Nueve siglos! ¡Sabes lo que son nueve siglos! Respira y continúa: “No fueron 10 años, fueron novecientos… Y en novecientos años son muchos los niñitos que nacen y muchas las mujeres que violan”.
El dueño del negocio es su compadre. “Yo tengo poco tiempo —apunta—. Él tiene como 15 años… 20 años”. Se apresura a atender a una doña que se declara lectora voraz “y no de cualquier vaina”.
Mientras vende seis libros a la señora-qué-fastidio-con-los-que-leen-lento, Arturo da más señas de su travesía para llegar a las Fuerzas Armadas:
Yo estoy aquí desde que me fastidié… desde que me quedé así… torcido —señala su pierna— y tuve que hacer rehabilitación”.
El moro despacha a la señora comedora de libros (no de cualquier vaina) y agrega: “pa´ estar en mi casa sin hacer nada, mejor gozo aquí porque me gustan los libros”.
Arturo sí lee cualquier vaina, “exceptuando algunas cosas extrañas de filosofía”, puntualiza y con su dedo señala el “estante de los filósofos”: Desde Laocoonte (Lessing) hasta Del sentimiento trágico de la vida (Unamuno) están allí y alguno que otro infiltrado también (Cantos de Leopardi a 20 Bs.).
La verdad es que el “de todo” de Arturo tiene nombre y apellido: Ciencia ficción. Los ojos le brillan, mueve más rápido las manos. Empieza una enumeración difícil de seguir. Señala los kioscos que tienen obras de este tipo; los critica. Pasa el dato de cuáles son las mejores opciones de compra. Dónde están las novedades.
Es un experto y fija posición: “Hay muchísimos y muy buenos y yo no soy de los que lee de primerito a Asimov, porque ya Asimov se murió hace mucho tiempo… y ya”.
Le da una concesión breve al ruso: “Tiene buenos libros, tiene muchas cosas muy buenas, peeero… hay gente que hace cosas diferentes”.
Lo diferente también lo tiene precisado Arturo y es su tocayo Arthur C. Clark —“que también se murió”—, el autor de 2001: odisea en el espacio.
Saca uno de los libros más caros del compadre. Una tapa verde con el rostro de un viejo: Borges: obras completas. A él no le interesa el ciego argentino. Lo ha leído “sólo por allí… de a poquito”.
Deja la desconfianza a un lado. Arturo Jaen está listo para contar su peor falta. Fue hace poco: “Vendí en 80 Bs. un libro que costaba 800 bolos”. Mira el tope del elevado; arriba se oyen las cornetas de los carros: “vendí un libro de Shakespeare en 80 bolos en una feria en Mérida”.
Unas obras completas, en inglés, que tenían 200 años”, precisa una voz mucho más joven que se acerca. Se trata del antiguo dueño del libro “regalado”. Se llama Peniel, tiene poco más de 30 años y a su padre lo conocen como “el Fundador”.
En el principio eran los Piñero
Óscar Piñero se formó como librero en la esquina de Padre Sierra, a un costado del Capitolio. Luego se trasladó al puente junto con otras dos familias —puntualiza Peniel—, los Rodríguez y los Acosta.
Imagínate, yo saltaba encima de los puestos de hierro creyendo que eran grandes montañas”, dice en un tono que transita entre lo solemne y la burla.
Los hermanos Karamazov “son pesados”; El Quijote, no. Algunos clásicos le interesan y mueve la cabeza con signo de aprobación, pero con poco entusiasmo. Explayado en la silla de plástico se jacta de sus 31 años de existencia entre los tarantines del puente. Luego rectifica y desvía la mirada: “realmente son 16; desde que mi papá murió”.
Además del Shakespeare regalado, Peniel cuenta con otras piezas de colección. Ahora sí se alborota. Rápidamente se levanta para contrarrestar cualquier duda de que su oficio son los libros usados y saca lo mejor de su arsenal: Historia de las revoluciones ocurridas en el gobierno de la república romana. Escrita en francés por Vertot. Traducida al castellano por DJ C Pacies, intérprete real. París, 1825 (Cuesta mil Bolívares).
Hay más; una Gramática de 1840 y un Diccionario bogotano de 1885. Respira hondo y comienza la queja: “La mayoría ya no vende libros usados. La mayoría vende libros piratas, libros robados, libros nuevos, de librería… La tradición de libros usados indudablemente está decayendo”.
Peniel vende entre 20 y 30 libros al día. Los sábados llega a 50. Pero hubo un día hace como tres años que la venta fue perfecta:
Aquí una vez vendí todo el puesto. En un día… ¡sí! Hace ya bastante tiempo. Una persona estaba buscando libros para decorar. Tenía arreglado el puesto tan bonito que la persona le llamó la atención cómo estaba decorado y se llevó todo”.
Quería adornar su biblioteca y bueno…”, lanza la cifra: “siete millones de los viejos”.
Hay otros compradores más pragmáticos; los de cine y televisión, por ejemplo, “traen una regla y te dicen: yo quiero no sé cuántos libros que quepan en este espacio y que sean bonitos”. No más. Trato hecho.
Orgulloso de su oficio y el de los suyos, Peniel se aventura a dar sus observaciones sobre algunas políticas que norman los espacios de la ciudad: “Es una lucha constante para hacer entender que nosotros no somos buhoneros”.
Al referirse a los kioscos que ocupan actualmente los libreros explica: “parte de este negocio es que tú tienes que permitirles a las personas que maniobren el libro, que lo muevan, que lo toquen, que lo observen”.
Hay que sacar el libro de los tarantines —dice—, pero al hacerlo se rompe “una norma que dice que los espacios recuperados no pueden ser tomados”. Sin más explicaciones, hace su petición: “hay que ampliar las aceras”.
Arturo interviene en el soliloquio de Piñero y con su rostro franco sentencia: “la alegría de buscar un libro es jurungar, descubrir... Yo ando buscando nada y de repente…coño, el libro”.

1 comentario:

  1. Está bueno. Me gustó mucho. También deberías abordar a los del Paseo Anauco.
    No puedo con lo de la gente que compra los libros de cine con regla en mano; pa eso que se tumben unos de utilería del estudio en que trabajan.

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