sábado, 9 de marzo de 2013

Tres segundos por una vida de lucha


"No toque el vidrio. No rompa la fila. Camine. Siga por aquí...". Hugo Chávez Frías viste de gala con un traje verde olivo y boina roja. Los puños en alto desfilan a su alrededor. El pabellón tricolor cubre su cuerpo.
Afuera, su "marea roja" le hace frente a un cielo clarísimo y despejado con el precario cobijo de algunos paraguas. La calma es rota esporádicamente por el temor de no lograr sellar con un "hasta pronto" una década de complicidades. En esos instantes, recordando desesperaciones como las de abril de 2002, se oye nuevamente "queremos ver a Chávez".
La respuesta al clamor es irrefutable: "Los tres segundos que tendrán ante el Comandante serán imborrables. No los pierdan por la impaciencia".
Los tres mentados segundos que tarda un venezolano en rendir honores a su líder están precedidos de una eternidad forjada en multitudinarias colas, sometidas a la tiranía de un sol inclemente y apaciguadas por el deseo de decir una vez más "presente".
Antes de la llegada al salón Libertador de la Academia Militar están las conversaciones de la noche anterior, las vicisitudes de un viaje no planificado desde el interior del país, los recuerdos de las movilizaciones pasadas, los reencuentros familiares, la incomprensión del hecho irreversible, el horror de un mal sueño, los cachitos fríos y la bebida caliente.
Al finalizar las procesiones de hasta 24 horas, el dolor se ha modelado por el sudor para convertirse en una serena resignación que se sostiene en un compromiso de continuidad: la consigna "Chávez vive, la lucha sigue" se lanza al viento y aplaca el desgaste.
Las cáscaras vacías de naranjas y las botellitas de agua apisonadas en el barro marcan el sendero desde alguna calzada del paseo Los Próceres hasta la estatua ecuestre del Libertador, última escala antes de divisar el ataúd con los restos del líder de la Revolución Bolivariana.
No bastó repetir incesantemente los versos de Alí Primera: al que murió por la vida se le lloró. La dureza de rostros trajinados por el sufrimiento se quiebra en la escalinata mientras el pasaje "canta canta compañero / que tu voz sea disparo" insiste en ser un mitigador.
Viejas con vestidos sucios, llenos de polvo mantienen una dignidad que no cede a los "espere un momento" de las fuerzas de seguridad. Una de las doñas es Marlene Venegas, conocida como la Caperucita Roja, un emblema del imaginario popular: "el legado de Chávez es esta revolución ¡quién dijo miedo! Se hizo héroe como Bolívar, pero no aró en el mar".
A la sombra mínima de un cañón, Del Valle Brito reposa sus pies cansados. Llegó a las dos de la madrugadas desde San Félix, estado Bolívar: "Él se lo merece y ahora hay que responder. Sembró unas semilla y debemos regarla para que crezca y se multiplique a nivel mundial".
Un sucesión vertiginosa de pequeños detalles alimentaron el tercer día de duelo: el beso de Mahmud Ahmadineyad y su puño al cielo; las lágrimas de Alexander Lukashenko, acompañado de su hijo; los susurros de Evo Morales; el vozarrón de Cristóbal Jiménez; y las manos juntas de los hombres y mujeres que tienen la titánica tarea de darle continuidad al proceso de trasformación.
El funeral de Hugo Chávez no será contado por La Historia, sino construido a modo de rompecabezas por la suma de los miles de "tres segundos" que se plantaron de cara al sol para firmar con su cuerpo un pacto irreversible de libertad.

jueves, 7 de marzo de 2013


Conocí La Habana el día que murió Hugo Chávez
Neirlay Andrade
Conocí La Habana el día que murió Hugo Chávez. Miraba libros viejísimos en un pequeño local y escogí uno de Miguel Bonasso. Las razones fueron dos. La primera es que mis entrañables compañeros Vero Canino y Leandro Albani leen a su compatriota argentino con pasión, así que pensé que podía agregar una complicidad más a nuestra amistad.
La segunda razón no es una razón sino esa rara situación que Lezama Lima llamaba azar concurrente: el libro de Bonasso se titulaba Recuerdo de la muerte. Sonreí. Una hora antes, paseando por los callejones de la ciudad, pensé que mi definición de La Habana sería una luz amarilla y cálida enfrentada con la dura piedra y que la muerte debía ser el cese de esa luz.
Fui hasta la caja y unos cuchicheos que acompañaron mi recorrido entre los anaqueles desde que llegué a la librería ya se habían convertido en lamentos. Una mujer le daba órdenes a otra mientras llamaba por teléfono: “Que diga si es verdad”.
─“¿Qué pasa?”, les dije.
─ “¿Usted es venezolana?”
Asentí y la mujer del teléfono colgó: ─ “El presidente ha muerto”.
Ella me veía con sus ojos grandes y redondos, apoderada de un dolor contenido en el ceño y los labios fruncidos.
Mire otra vez el libro que llevaba en la mano; afuera el viento proveniente del malecón seguía su juego con las hojas. Entonces, pensé que la cálida luz amarilla había cedido al frente frío y que la piedra desconchándose en alguna pared de La Habana vieja persistía en su laborioso derrumbe.
Al día siguiente salí del país gracias a una solidaridad no menos azarosa . Una extraña sacó de su bolsillo el dinero para pagar mi boleto de regreso y en ese momento comprendí que los jodidos contamos con los dedos del que está al lado.
Antes de embarcarme, Cuba me dio el último espaldarazo bajo la figura de un taxista: “Usted está dejando un país libre y allá la espera otro país libre”.
Otra vez pensé en Lezama Lima, en un verso oscuro que me ha acompañado desde hace años y que vuelve con distintas formas, pero siempre en momentos en los que un misterio se ha convertido en una claridad imposible de compartir: “Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.