jueves, 7 de marzo de 2013


Conocí La Habana el día que murió Hugo Chávez
Neirlay Andrade
Conocí La Habana el día que murió Hugo Chávez. Miraba libros viejísimos en un pequeño local y escogí uno de Miguel Bonasso. Las razones fueron dos. La primera es que mis entrañables compañeros Vero Canino y Leandro Albani leen a su compatriota argentino con pasión, así que pensé que podía agregar una complicidad más a nuestra amistad.
La segunda razón no es una razón sino esa rara situación que Lezama Lima llamaba azar concurrente: el libro de Bonasso se titulaba Recuerdo de la muerte. Sonreí. Una hora antes, paseando por los callejones de la ciudad, pensé que mi definición de La Habana sería una luz amarilla y cálida enfrentada con la dura piedra y que la muerte debía ser el cese de esa luz.
Fui hasta la caja y unos cuchicheos que acompañaron mi recorrido entre los anaqueles desde que llegué a la librería ya se habían convertido en lamentos. Una mujer le daba órdenes a otra mientras llamaba por teléfono: “Que diga si es verdad”.
─“¿Qué pasa?”, les dije.
─ “¿Usted es venezolana?”
Asentí y la mujer del teléfono colgó: ─ “El presidente ha muerto”.
Ella me veía con sus ojos grandes y redondos, apoderada de un dolor contenido en el ceño y los labios fruncidos.
Mire otra vez el libro que llevaba en la mano; afuera el viento proveniente del malecón seguía su juego con las hojas. Entonces, pensé que la cálida luz amarilla había cedido al frente frío y que la piedra desconchándose en alguna pared de La Habana vieja persistía en su laborioso derrumbe.
Al día siguiente salí del país gracias a una solidaridad no menos azarosa . Una extraña sacó de su bolsillo el dinero para pagar mi boleto de regreso y en ese momento comprendí que los jodidos contamos con los dedos del que está al lado.
Antes de embarcarme, Cuba me dio el último espaldarazo bajo la figura de un taxista: “Usted está dejando un país libre y allá la espera otro país libre”.
Otra vez pensé en Lezama Lima, en un verso oscuro que me ha acompañado desde hace años y que vuelve con distintas formas, pero siempre en momentos en los que un misterio se ha convertido en una claridad imposible de compartir: “Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”. 

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