Conocí La Habana el día que murió Hugo Chávez
Neirlay Andrade
Conocí La Habana el día que murió Hugo Chávez. Miraba libros viejísimos en un pequeño local y escogí uno de Miguel Bonasso. Las razones fueron dos. La primera es que mis entrañables compañeros Vero Canino y Leandro Albani leen a su compatriota argentino con pasión, así que pensé que podía agregar una complicidad más a nuestra amistad.
Fui hasta la caja y unos cuchicheos que acompañaron mi recorrido entre los anaqueles desde que llegué a la librería ya se habían convertido en lamentos. Una mujer le daba órdenes a otra mientras llamaba por teléfono: “Que diga si es verdad”.
─“¿Qué pasa?”, les dije.
─ “¿Usted es venezolana?”
Asentí y la mujer del teléfono colgó: ─ “El presidente ha muerto”.
Ella me veía con sus ojos grandes y redondos, apoderada de un dolor contenido en el ceño y los labios fruncidos.
Mire otra vez el libro que llevaba en la mano; afuera el viento proveniente del malecón seguía su juego con las hojas. Entonces, pensé que la cálida luz amarilla había cedido al frente frío y que la piedra desconchándose en alguna pared de La Habana vieja persistía en su laborioso derrumbe.
Al día siguiente salí del país gracias a una solidaridad no menos azarosa . Una extraña sacó de su bolsillo el dinero para pagar mi boleto de regreso y en ese momento comprendí que los jodidos contamos con los dedos del que está al lado.
Antes de embarcarme, Cuba me dio el último espaldarazo bajo la figura de un taxista: “Usted está dejando un país libre y allá la espera otro país libre”.
Otra vez pensé en Lezama Lima, en un verso oscuro que me ha acompañado desde hace años y que vuelve con distintas formas, pero siempre en momentos en los que un misterio se ha convertido en una claridad imposible de compartir: “Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.
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