El hombre, que quiere hacer mundo, hace casa. La lleva consigo toda la vida y luego, con el paso de los años, después de tantas marchas y contramarchas, vuelve la mirada ¿hacia dónde? Hacia su intimidad, hacia adentro. El hombre remueve dentro de su ser y allí consigue, entre los recuerdos, aquella casa primera.
Ella
que ya no es de mí
sólo de la memoria
sólo de la muerte
sólo del dolor
Incluso ocultándonos en nuevas paredes, la más mínima señal traerá de regreso aquel primer mundo: la casa original. Las nuevas casas tendrán grietas y las resonancias de voces de la niñez se filtrarán poco a poco, hasta irrumpir y recordarnos que somos el fiel reflejo de aquella casa primigenia y un rompecabezas en el que las ausencias conviven con el ahora.
Es un proceso de búsqueda y reencuentro. Búsqueda de sí y reencuentro con lo aparentemente olvidado. Es allá en la infancia donde están nuestros mayores tesoros. Es ella fuente de la que brota nuestra vida. La casa vuelve ¿bajo qué forma? Es la imagen poética el espacio que alberga los recuerdos. Es el cuerpo en el que revive aquella infancia. La imagen es presencia. Un estar aquí y ahora. Desnudos, libres de artificios cegadores que no hacen más que extraviarnos, somos lo que Hanni llamó la primera trama[1].
Yo no sabía
que había que hacer, y deshacer
como aun tejido
fiel
a una primera y única trama.
Quien pierde la trama primera está sin resguardo. Sin ella —en palabras de Gastón Bachelard— el hombre sería un ser disperso.”
He vivido una casa crepuscular y nocturna
casa doliente
oscilante entre la melancolía y la ebriedad. [2]
“He vivido una casa…” Es un modo peculiar de relacionarse. La casa deja de ser un bien material y pasa a ser una vivencia. Ella no estuvo sólo en la casa, la vivió, y cómo no, si esta casa es la primera experiencia. Pero tampoco hay estabilidad en esta casa. Está hecha de material fugaz, como la materia que conforma los recuerdos. Es casa que oscila entre la melancolía y la ebriedad. Esta ebriedad es la entrega a las fuerzas de la noche que invaden. En reposo estamos prestos a recibir, dejamos la oposición a lo desconocido.
Vi con asombro la amenaza
recibí el derrumbe
La casa ya no es; ahora sólo es recuerdo y a él nos aferramos. Escarbamos como inexpertos; siempre a tientas, sondeamos entre la oscuridad. Las formas olvidadas van retornando, no en líneas certeras, sino en sensaciones. Así configuramos el espacio de la intimidad: algunos colores y viejas esquinas sagradas.
Esos rosados, los verdes, el fucsia intenso
de corazón
el olor en cada cuarto
(…)
la tierra, el barro, los vinos
Es la dinámica del recuerdo. La imagen de la casa es la imagen de la casa sensorial, no la de la dirección y el número. Su identidad reside en las grandes pequeñeces del día a día. Su identidad es una melodía, algún rincón especial. Por eso, el recuerdo es un tanteo en la penumbra, un aproximarse. De tal modo, la casa de Altamira no tiene nombre, pero sí la identidad que otorga la sensibilidad:
Esa casa sin nombre
sonora, febril
verde y rosada
El rememorar lo perdido no siempre resulta feliz. Estamos conformados por pérdidas y ausencias. A veces no queremos recordar y colocamos una gruesa pared entre nosotros y el pasado, entre nosotros y nuestra casa original. En el poema Memoria leemos:
Es mejor
no tener ya más memoria
para el tiempo pasado
las casas, las filigranas, los helechos[3]
*Fragmento del ensayo publicado en la revista Agujero Negro. Nº6, Septiembre de 2010.
[1] Ossott, Hanni (1992); La primera trama. En Casa de agua y de sombras. Caracas: Monte Ávila Editores.
[2] Ossott, Hanni (1992); La casa crepuscular. En Casa de agua y de sombras. Caracas: Monte Ávila Editores.
[3] Ossott, Hanni (1989); Memoria. En Cielo, tu arco grande.
[4] Ossott, Hanni (1992); Prólogo. En Casa de agua y de sombras. Caracas: Monte Ávila Editores.
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