(Apuntes sobre el grafiti)
El principio, desde luego, debe proceder de una destrucción, de un quiebre. Convengamos que el principio será una pared del centro de Caracas. Un muro listo para la “pinta”. Nuestro principio será entonces la apropiación de un espacio público. He aquí la idea de partida: nuestro comienzo es en la calle y se trata de una irrupción.
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La “toma” de las paredes de Caracas es también una toma de conciencia ¿Qué hacer con ellas? ¿Ponerlas al servicio de quién? Allá van los adoradores de paredes blancas y por acá los agresores de todo lo que se declare puro. Juntos, amparados bajo el mismo muro, marchamos puritanos e iconoclastas
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La pared sigue siendo una pregunta a ratos incómoda y otras veces un certeza. Si hay certeza, es hueca; la enuncia una voz clara que rápidamente nos dice: utilicemos las paredes para “embellecer” la ciudad (bienvenidos sean al mundo de las políticas culturales).
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Nuestro problema es otro: nos interesan más bien las culturas políticas. No es un mero cambio de palabras, es una invitación a la acción, porque cuando ya no hay certezas y solo desfilan las preguntas, la tarea no puede ser otra que la “acción” y la nuestra ha de ser política. Repetimos: nuestro comienzo es en la calle y consiste en una irrupción.
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A la pared marchemos, entonces, no con las luces de una política cultural, sino con la opacidad de un conflicto político; de una cultura crítica no por lúcida, sino porque está resquebrajada por una crisis de modelos y que insiste en alzarse desde la calle para reclamar su espacio en la pared.
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Tomemos al grafiti como la gran “mediación”, es decir, un lugar de desencuentro donde se cruzan, con una dinámica particular, una sucesión de demandas, reclamos, mitos y anhelos. Tomemos el muro pintado como lugar de confrontación.
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El grafiti es una obra. El grafiti “hace” sobre nosotros. Actúa. Abandona su pared para interpelarnos. Da cuenta de nosotros. Su vocación, su ética, es revelar y rebelar: clarividencia de calle e insurgencia. Sí, la bomba-grafiti es un arma.
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Un grafiti no es una obra de arte porque esté rematada, sino porque nos convoca; articula una trama espesa con nudos difíciles de desatar. Una grieta por la que se cuela la basurita escondida bajo el tapete. El grafiti no “dice”; grita.
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El muro pintado no es la imagen de la ciudad; es la ciudad imaginada. Así que la apuesta por estas paredes debe ser una jugada por la re-creación, por la refundación de los espacios.
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El grafiti es puerta abierta para que vuelvan los muertos y para que los vivos se proyecten. Sin embargo, no es espejo, mucho menos reflejo. La maldición: Quien trate de ver su tiempo en el muro pintado saldrá con los platos en la cabeza.
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El compromiso del grafiti se escribe en futuro: será la última pieza de la ciudad que se derrumba. En pasado: memoria para los distraídos. Y también en presente: está entre nosotros y pervierte el espacio.
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Declaración de principios (también de finales): las políticas culturales tratan de embellecer la calle con arte. Nosotros, la cultura política, politizamos el arte con calle.
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Salud, por el grafiti que vendrá (y ya fue).
:') qué lindo... amé la cita indirecta a Silva.
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