domingo, 10 de noviembre de 2013

La quema de Judas*

El libro ardía. El humo, el sol inclemente y un cielo claro remataban una escena que bien podía transcurrir un día santo, digamos, un Domingo de Resurrección, cuando los devotos queman a Judas, al traidor.

Pero no era Semana Santa ─era septiembre─ y Ella no era devota de las pasiones manidas del catolicismo, sino de conmovedores pasajes de Clarice Lispector, o al menos eso he creído siempre, sobre todo cuando veo su boca impecablemente pintada y su cabello flameando, rojísimo.

Llegué al acostumbrado almuerzo con el que sellamos los fin-de-mundo y demás naufragios. Unas horas antes, Ella, con primorosa religiosidad, decidió que quemar al traidor era mejor que arder (en el cuento de Lispector, una mujer se casa y tiene cuatro hijos; en mi historia ─que es la crónica de la desventura de Ella─ se quema un libro).     

Ahora, con la distancia, creo que Ella es más devota que Dante. Ya no recuerdo qué castigo le corresponde a los condenados al noveno círculo del infierno, pero Ella trató de convencerme de que a los judas de nuestros romances hay que cauterizarlos.

Sin temor de dios, Ella quema el libro con el que empezó todo. Ha concluido el ida-y-vuelta de la piel y la sangre. Ella pone punto a los tres días de duelo y su peso de cien noches. Le digo que vivir es olvidar; me habla de sustituir dolores, de dos extraños que ahora comparten una historia. 

Ella no lo sabe, pero debo a los judas de mi corazón mis domingos de resurrección ─que no son más que la alegría de un labial, un esmalte de uñas llamativo, las risas en la esquina de Zamuro y el paso ligero de quien va en dirección opuesta al purgatorio.


Ella no lo sabe, pero de todos los fuegos el menos fuego es el que purifica. De todos los fuegos, el nuestro, la candela viva. Ella lo descubrirá después, cuando las cenizas del libro hayan volado lejos, el dolor sea mesurable y cobre forma doméstica (¿la dimensión de un florero?). Yo no le digo nada; Ella descubrirá que es mejor arder.     

*Publicado en la edición Nº 55 de la Revista Épale del diario Ciudad Caracas

miércoles, 30 de octubre de 2013

Malos sueños *

Neirlay Andrade

Hace mucho que beber sola dejó de preocuparme. Camino desde Misericordia a Candilito cuando no puedo dormir. Al final del trayecto me esperan Los Cuchilleros (nunca me he molestado en averiguar el verdadero nombre del lugar). La primera cerveza la bebo rápido; siempre creo que del tiro regresaré a la cama, pero no, sólo el cansancio, las exigencias del día siguiente y los “amorosos” llamados de atención de algunos amigos me devuelven al cuarto.

Desperté. Todavía no era medianoche; ya no sonaba la desgastada voz de Billie Holiday. Esa voz llena de tanta heroína y con la que un par de horas antes ─junto a un buen Antioqueño sin azúcar─ logró pactar mi angustia de turno una tregua. 

No recordé qué me sacó de la cama sino hasta que, parada frente a la barra de la arepera, el tipo trató de hacerse el simpático y me ofreció jugo de naranja como sustituto de la acostumbrada cerveza. Ahí sí lo supe: me había despertado un mal sueño. 

Tuve miedo; a Victoria la mató una naranja y un sueño. Eso me decía Esteban, mi abuelo ─o se lo dijo a mi mamá y ella a mí─. Decía Esteban que era peligroso creer en los sueños.

Abandoné la idea de la cerveza; tampoco me incliné por el jugo. Traté de recordar mi mal sueño, pero sólo tenía en la cabeza el de la bisabuela.

Victoria estaba embarazada. Una mañana despertó y contó la pesadilla: lavaba la ropa en el río y pasó flotando una naranja; la alcanzó y se la comió. Un dolor la derribó y sentía que moría. Eso le dijo Victoria a Esteban porque como es sabido, hay que contar estas cosas para espantarlas.

Victoria estaba embarazada. Una mañana salió a lavar la ropa al río con las vecinas. No sabremos nunca si comió naranja ─Esteban siempre creyó que sí─. Regresó a casa, comenzó la agonía. Perdió al bebé y murió a los días. Eso me contó Esteban ─o mi madre─ y lo repetí en voz alta mientras recorrí a toda prisa las tres cuadras que me llevaban de regreso al piso 15, porque, como es sabido, hay que contar estas cosas para espantarlas. 

*Publicado en la edición Nº 53 de la Revista Épale del diario Ciudad Caracas

sábado, 12 de octubre de 2013

EPIFANÍA EN LA CATEDRAL*

Sonaba la campanada número cinco de la Catedral, pero no fue eso lo que nos despertó. No recuerdo si la noche había sido fría, supongo que la intervención del aguardiente nos protegía del mal tiempo.
En aquel entonces leíamos desenfrenadamente; años después comprendí que queríamos ganar tiempo antes de que la vida nos pusiera en nuestro sitio. Desde luego, perdimos.
De aquella época me quedó el gusto por un café más suave que el servido a las 5:15 am en casa; el placer de vagar sin otro objetivo que escaparse de la miseria y la certeza de que pasar hambre sería el pilar de una lucidez futura.
Las baldosas de la plaza habían sido amables. Ya había pasado la locura del trance frente a la estatua. Esa madrugada no hubo Robert Desnos ni Antonio Porchia que valieran; mandamos al carajo la fascinación por el surrealismo y danzamos frente al Libertador entonando un canto de Neruda.
Él y yo queríamos ser rebeldes, pero dos tragos bastaban para que emergiera el “académico comedor de ortigas” que ocultábamos. Con un infantil orgullo anuncié que no sabía de memoria el poema. Quería ser cínica, pero para eso me faltaban (aún hoy) muchas madrugadas en areperas.
Me limité a dar vueltas alrededor de la estatua. Mientras “danzaba” recordaba con odio al pendejo de chaleco que me obligó a memorizar versos para aprobar exámenes en una escuela católica.
Sonó la campana, pero ya estábamos despiertos; ya había pasado el primer beso: ya había sonado el pito. Fue un silbido agudo. Primero no supe de dónde venía; unos segundos después vi al hombre. Tenía la actitud de maratonista tras ganar unos olímpicos. Su trote era regular; su cabello, un asco; su ropa, insalvable.
A su paso, levantaba a todo el lumpen congregado en la plaza. La alharaca de los recogelatas fue en ascenso. Un cortejo de pordioseros daba vueltas y vueltas. En cuestión de minutos todo el lugar había sido desocupado. Fue una escena bella y convulsa (como Breton manda); desde entonces uso la palabra epifanía con propiedad.

* Publicado en la sección "Minicrónicas" de la edición Nº 51 de la revista Épale.  http://www.ciudadccs.info/?p=486091 

viernes, 6 de septiembre de 2013

Declaración de principios y (posibles) finales

(Apuntes sobre el grafiti)



El principio, desde luego, debe proceder de una destrucción, de un quiebre. Convengamos que el principio será una pared del centro de Caracas. Un muro listo para la “pinta”. Nuestro principio será entonces la apropiación de un espacio público. He aquí la idea de partida: nuestro comienzo es en la calle y se trata de una irrupción.
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La “toma” de las paredes de Caracas es también una toma de conciencia ¿Qué hacer con ellas? ¿Ponerlas al servicio de quién? Allá van los adoradores de paredes blancas y por acá los agresores de todo lo que se declare puro. Juntos, amparados bajo el mismo muro, marchamos puritanos e iconoclastas
*
La pared sigue siendo una pregunta a ratos incómoda y otras veces un certeza. Si hay certeza, es hueca; la enuncia una voz clara que rápidamente nos dice: utilicemos las paredes para “embellecer” la ciudad (bienvenidos sean al mundo de las políticas culturales).
*
Nuestro problema es otro: nos interesan más bien las culturas políticas. No es un mero cambio de palabras, es una invitación a la acción, porque cuando ya no hay certezas y solo desfilan las preguntas, la tarea no puede ser otra que la “acción” y la nuestra ha de ser política. Repetimos: nuestro comienzo es en la calle y consiste en una irrupción.
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A la pared marchemos, entonces, no con las luces de una política cultural, sino con la opacidad de un conflicto político; de una cultura crítica no por lúcida, sino porque está resquebrajada por una crisis de modelos y que insiste en alzarse desde la calle para reclamar su espacio en la pared.
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Tomemos al grafiti como la gran “mediación”, es decir, un lugar de desencuentro donde se cruzan, con una dinámica particular, una sucesión de demandas, reclamos, mitos y anhelos. Tomemos el muro pintado como lugar de confrontación.
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El grafiti es una obra. El grafiti “hace” sobre nosotros. Actúa. Abandona su pared para interpelarnos. Da cuenta de nosotros. Su vocación, su ética, es revelar y rebelar: clarividencia de calle e insurgencia. Sí, la bomba-grafiti es un arma. 
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Un grafiti no es una obra de arte porque esté rematada, sino porque nos convoca; articula una trama espesa con nudos difíciles de desatar. Una grieta por la que se cuela la basurita escondida bajo el tapete. El grafiti no “dice”; grita.
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El muro pintado no es la imagen de la ciudad; es la ciudad imaginada. Así que la apuesta por estas paredes debe ser una jugada por la re-creación, por la refundación de los espacios.
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El grafiti es puerta abierta para que vuelvan los muertos y para que los vivos se proyecten. Sin embargo, no es espejo, mucho menos reflejo. La maldición: Quien trate de ver su tiempo en el muro pintado saldrá con los platos en la cabeza.
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El compromiso del grafiti se escribe en futuro: será la última pieza de la ciudad que se derrumba. En pasado: memoria para los distraídos. Y también en presente: está entre nosotros y pervierte el espacio.
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Declaración de principios (también de finales): las políticas culturales tratan de embellecer la calle con arte. Nosotros, la cultura política, politizamos el arte con calle.
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Salud, por el grafiti que vendrá (y ya fue). 

jueves, 25 de julio de 2013

Ficciones para una memoria petareña de Caracas*

Soy de Petare, así que mi conexión con Caracas, hasta hace poco más de un lustro, estuvo signada por una sola cosa: el Guaire. De hecho, ser de Petare significa nacer “al lado del río”. No parece una imagen feliz, es más bien amarilla y sucia, pero me gusta, me gusta haber “navegado” hasta acá. Digamos que provengo de un pequeño infierno llamado Petare y que Caracas tiene el potencial de ser mi purgatorio.
Uno de mis paisanos del río, Alí Gómez García, lo narra así: “Mi tía Hilda se quedó acostumbrada a decir que ‘voy para Caracas cuando iba a comprar algo en el centro de la ciudad, que es bien chévere y la atraviesa un arroyo jediondo, que dicen los viejos antiguos que una vez se llamó río Guaire, o sea que yo más bien nací y me percaté de la vida en una ribera del Guaire”.
Llegar (o regresar) a este purgatorio (que no promete cielo, pero sí amenaza con devenir infierno) ha sido tema de depresiones literarias. Es célebre el aburrimiento de la pobre María Eugenia Alonso cuando descubre que Caracas no es “una copia pequeña de París”; la frase infame data de las misiones diplomáticas de Guzmán Blanco a suelo galo y fue motivo de burla entre los costumbristas.
El desencanto de la protagonista de Ifigenia no es gratuito. La compra de muebles y altares parisinos para la basílica de Santa Teresa hizo que propios y extraños fantasearan con el afrancesamiento de la ciudad. Ya en 1883, un español de apellido Güell y Mercader advertía que Caracas “convirtióse, como por encanto, en una capital europea”.
La idea de que este pedazo de tierra puede ser otro más chic se prolongó hasta finales de los 50 y encontramos en la pluma de uno de los socialdemócratas más insignes, Mariano Picón Salas, lo siguiente: “Se fue haciendo de la ciudad una especie de vasto -a veces caótico- resumen de las más varias ciudades del mundo; hay pedazos de Los Ángeles, de San Pablo, de Casablanca, de Johannesburgo, de Jakarta”.
Caracas promete ser otra, pero, mientras tanto…“Usté me tapa esta quebrada y me corta aquel monte allá que con la ingeniería me arreglo yo, pero doctor mire que esto es zona verde. Qué zona verde ni que manga ‘e chaleco pichón, que este edificio no me lo tumba ni Mandrake, entonces cerramos esta calle y la estatua del poeta ese la mudamos para El Llanito; cuál casa colonial, eso lo que es un peligro, pa’bajo es que va y después veremos”.
El relato pertenece a Aníbal Nazoa, se remonta a la década de los 70 y recoge una de las singularidades constitutivas de esta urbe: la improvisación. Incluso, nuestro orden es confuso. Con éxito, Jenny Tallenay logró, en 1878, dar cuenta de la relación complicada de las calles y sus intersecciones: “El sitio en el que cuatro cuadras constituyen los cuatro ángulos de dos calles que se cruzan es una esquina”.
Dos siglos después, el trazado irregular trae consecuencias al bolsillo. “Nadie, ni el matemático más insigne del mundo, es capaz de establecer un cálculo aproximado acerca del costo real de una carrera de taxi en Caracas”, escribe Nazoa.
Míticas también son las “colas fantasmas”, a lo que Aníbal pregunta: “¿Por qué no se crea un Departamento de Ciencias Ocultas que se ocupe de averiguar la causa?”.
LOS HIJOS DEL DERRUMBE
Dice Ítalo Calvino que “cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone”; Caracas se alza contra una montaña. Key Ayala fue capaz de cifrar el sino de los hijos de este valle: “Nacidos bajo el signo del Ávila, a él vuelven. Bajo el signo del Ávila nacieron y bajo el signo triunfaron. Sea el signo del Ávila todavía por siglos, nuestro signo”.
El Waraira Repano emerge como promesa, respiradero, expiación; también es desvarío. El Ávila de Orlando Araujo es “un toro, una esfinge, un lomo de lagarto azul y verde y amatista”.
“Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Ávila al atardecer”, confiesa un García Márquez alucinado por los tres meses posteriores a su llegada a Venezuela en 1957.
La visión de las “azules lomas” nublaron de lágrimas los ojos de Pérez Bonalde en Vuelta a la patria, pero no todos los hijos de la ciudad de los techos rojos han encontrado en ella una madre amantísima. Un Bolívar amargo declara en el “Manifiesto de Cartagena”: “Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus ruinas físicas y políticas”.
Curiosamente, la proclama desdichada se remonta al año del terremoto. Pareciera que la ruina persistió como un fantasma desde entonces y llevó a Cabrujas a sentenciar: “Como hay personas que proclaman con orgullo pertenecer a un pueblo de grandes constructores, me atrevo a exhibir —hasta con cierta jactancia— que provengo de un pueblo de grandes ‘derrumbadores’, un pueblo demolicionista que hizo del escombro un emblema”.
Todo comenzó con la bola de acero que tumbó el Hotel Majestic. El último episodio de esta trama de escombros fue la caída del Retén de Catia. “La demolición ha sido, durante muchos años, nuestro principal sentido arquitectónico”, apunta Cabrujas. Mientras que Mario Briceño Iragorry se muestra más optimista: “Nos cubrimos del polvo de las demoliciones; somos caballeros condecorados por el asombro, para que comience a levantarse —acaso más feliz— la Caracas del siglo XXI”.
Juan Nuño dijo que ninguna ciudad es inocente. La sabiduría de Caracas consiste en saberse imposible, es decir, condenada a no poder ser. Mi idea de ciudad, desde los 18 años, está atada a un poema de Cavafis: “No hay barco para ti, no hay camino. / Al perder tu vida aquí, / en este rinconcito, en toda la tierra la has destruido”.
Soy hija de extranjeros, mi memoria de Caracas es ficción. El recuerdo más lejano de esta ciudad es mi madre impidiéndome tocar los garabatos de Picasso en una sala fría de museo. Mi primera alucinación caraqueña fue “El gusano de luz” de Julio Garmendia, pero la traición vino al quite: el animalejo de la infancia era una librería que ya no existe. Así quedó sepultada mi esperanza en torno a esta ciudad y comprendí, para siempre, que el desencanto es un placer literario.
*Publicado originalmente en la edición Nº39 de la revista Épale, con motivo del aniversario de Caracas.

martes, 18 de junio de 2013

Los tentáculos de La Gran Pulpería del Libro Venezolano

Un marasmo contenido en una vitrina: figurillas de barro de cerámica, monedas, puñales, libros, una réplica de un barco, collares, cuentas, postales, más monedas, más postales, juguetes artesanales, adornitos, pepas, corchos y corchos, envases trasparentes, una puerta rematada con frutas falsas (ajos, jojotos, cambures, manzanas), un desfile de objetos colgando: cuatros, maracas, asadores, reliquias, sombreros de mariachi, vírgenes, cristos asechando grabados desgastados… los tentáculos de la Gran Pulpería del Libro Venezolano se multiplican en una desordenada regularidad.
La fachada del localcito es la máscara chiquita y modesta de lo inconmensurable. Sin embargo, hasta el ilimitado tiene número: tres millones y medios de libros apilados en un sótano.
No por cifrado, este laberinto pierde infinitud. A la entrada, el cartel “deje bolsos y carteras” debería rezar “abandone aquí toda esperanza”. Entre miles de libros, hallar un libro parece imposible.
Etiquetas corroídas sobre los estantes dan cuenta de míticos inventarios y rinden tributo a un bibliotecólogo (¿fue solamente uno?), que debió cumplir la tarea divina de organizar el mundo, en el principio, cuando no era el verbo sino miles de voces hecha libro.
Cuando las referencias son EXIT y una caja de fichas amarillentas, el centro es una ficción. Cuál es el primer libro, dónde está el último. El fin de la Gran Pulpería es inimaginable. A pesar de la sucesión de estantes, la línea recta también parece un engaño ¿Vamos? ¿Venimos? ¿El punto de regreso es…?
Maurice Blanchot (probablemente ubicado en la sección de filosofía o de literatura francesa o en la de ensayos o qué se yo) llama a esto la “mala eternidad”, el absurdo de regresar sin haber salido.
En el lugar del extravío dice: “Nunca se va de un punto a otro; no se sale de aquí para ir allá; ningún punto de partida y ningún comienzo en el andar”.
SE SOLICITAN VIRGILIOS PARA RECORRER EL INFIERNO
El descenso al sótano no es cosa fácil. Contra todo pronóstico, bajar a los abismos no es tan sencillo como decir: “Buenas tardes, quiero ver qué hay”. Al infierno de los libros van los elegidos, gente tocada por la gracia de la administradora, Dantes que saben perfectamente qué libro es su Beatriz y no se extraviarán mirando a los lados.
Este infierno de papeles tiene no un Virgilio sino varios. El primero es omnipresente. Se trata del Rafael Ramón Castellanos, un hombre de 80 años con 75 libros a cuestas. Es el gerente, es el doctor, es Dios y “no da entrevistas a NADIE”. Así lo sentencia una mujer que es lo más próximo a Caronte, la barquera encargada de conectar a los vivos con la otra orilla, eso que está al finalizar las escaleras. Es una mujercita flaca, joven y cansada, pero se debe confiar en ella. Se supone que sabe dónde está el uno entre los tres millones y medio. Se supone que no nos miente, se supone que jamás le fastidiaría ir a buscar un ejemplar, a ella le debemos no menos que una fe obtusa.
La otra, la administradora, es una regordeta blanquísima de lentes de pasta negros y boca pintada de rojo. Su ritual de embalar libros le ha dejado un rictus amargo en el rostro. Con ella se negocian las rebajas, con ella se negocia el paso al sótano. Su beneplácito garantizará la dicha de “ver qué hay”, pero su negativa es implacable: “Anote en un papel el nombre de los libros, tome nuestro número, llame en tantos días”.
Le gusta Ángeles Mastreta (¡Dios mío, habrá una mujer a la que no le guste!). Quiere darle pompa a sus inclinaciones de lectora: “Fue la primera mujer en ganar el Rómulo Gallegos”. Dubitativa trata de acertar el libro premiado: ¿Arráncame la vida o Mal de amores?
Las indicaciones son vagas: “El señor que vino ayer, la que llamó hace rato, los que tumbaron la pila de libros X en la parte Z del sótano, el negro que estaba al lado del rojito; no, no, ese no, el rojito grande… No hay paso ni hoy ni mañana ni pasado mañana, no hay personal, hay inventario”. ¡Quién carajo hace el inventario si no hay personal!
LECTURAS PELIGROSAS
Un hombre fornido entra con un ridículo perrito negro: “¿Tiene resmas de papel?”. Otros van por fotocopias: “Al lado, mijo”. Hay unos que van a robar. Es el caso de un viejito que, además de llevarse cantidades considerables de libros e invertir casi mil bolívares regularmente en sus compras, “siempre tiene que llevarse algo”. Primero fueron tres postales, luego pasó a cosas más grandes. “Hay que vigilarlo; roba por placer”.
Hay un sinfín de clasificaciones de libros, también las hay para los lectores: “Estúpidos o malvados”, dice Borges. Unos imaginan un comisario gubernamental controlando la circulación de los libros (un cliente insistía, con obstinada convicción, en que el Gobierno “había mandado a recoger El hombre que amaba a los perros”). Otros, lectores fichados por el G-2, sueñan con una oficina misteriosa que restringe el cupo de dólares con el fin de evitar lecturas peligrosas (aquello de que el libro es un arma llevado a su última consecuencia).
El temor al libro es recurrente en la historia.Prueba de ello son las quemas de bibliotecas, como la mítica de Alejandría, y saqueos como el perpetrado este año durante la intervención militar de Francia en Tombuctú. “Solo el libro es explosión”, advertía Mallarmé.
También están los temores domésticos, no por ello menos grandiosos (“si lee La Biblia entera, enloquecerá”). Mi madre, por ejemplo, debía leer pasada la medianoche, con velas, encerrada en un cuarto de cachivaches, y ocultar los libros antes del amanecer en la parte de atrás de los cuadros de la casa. Un ejemplar descubierto por su hermano mayor iba a parar al patio trasero, ¡al fogón, no más!
IMAGINAR LIBROS (O DE CÓMO RECORDAR ES MENTIR)
La Gran Pulpería lleva 14 años en Chacaíto y dos décadas antes estuvo en el Pasaje Zingg, en el centro de Caracas. Los libros tienen un código, una letra acompañada de unos dígitos, multiplique por seis y ese es el precio.
Como el río de Heráclito, nadie baja dos veces al mismo libro. Hay gente que pregunta por títulos sin saber de qué van. Otros que recuerdan pasajes y no autores. A los millones de libros les corresponde un número exponencial de lecturas. Pareciera como si cada línea aguardara por un lector diferente; pareciera como si todas estuvieran vedadas a un solo hombre.
¿Recordamos un libro o lo inventamos? Con los años, fragmentos “sagrados” han reaparecido en mi memoria con modificaciones. Un verso del poema querido ha huido y su retorno ha sido infame. También está el libro que uno quiso escribir, la palabra justa o la vivencia falsa (alguien me juró que solo sabía de tordos por Ramos Sucre). El recuerdo de una lectura emerge como un collage de posibilidades que oscilan entre lo que el autor pensó, lo escrito, lo leído y lo imaginado por el lector.
EL PARAÍSO MARGINAL
En este lugar de misterio, el paraíso no puede sino ocupar un lugar marginal, a ras de piso, donde los tramos de los estantes se han convertido —por la magia de la regularidad y la repetición— en superficie homogénea y máscara protectora de quién sabe qué secretos.
En uno de los laterales de la escalera que conduce al sótano reposa la Antología de la literatura marginal de Caupolicán Ovalles. Hallarlo en esa última fila, renegada a la dictadura del polvo, no puede ser otra cosa que un accidente.
Su ubicación es elocuente, se da con el libro por error, así como la “palabra marginal es aquella que, dentro de la palabra escrita, fue hecha por el hombre contra su voluntad o sin querer desearla”.
En esta boca del infierno el paraíso es accesorio. Ovalles lo sabe, y su Antología le advierte al viandante iniciado en el recorrido del pasadizo que conecta con el abismo de los libros:
Laberinto y punto quinto:
POR LABERINTO PASARÁN TODOS Y SALDRÁN TODOS AL INFINITO MARGINAL QUE ES EL PARAÍSO
¡SALUD!
EL LIBRO NUESTRO DE CADA DÍA
Se pregunta Borges, con angustia domesticada: “Qué libro de esta librería nos cifra, nos resuelve. En cuál de todos nuestra historia”. Saber cuál es el libro que nos revela como pueblo no es tarea fácil, mucho más de este lado del Atlántico. Ser un europeo es una evidencia (dijo un europeo); ser latinoamericano, no.
En un país forjado políticamente por adecos y con programas escolares adecos no es raro que se imponga como gran escritor a (¡oh, sorpresa!) un adeco, y allí está: la barbarie de Doña Bárbara y las luces de Santos Luzardo. El mundo reducido a su mínima expresión, una trama transparente a más no poder y afuera del libro lo real; tras el punto final, el llano opaco y las contradicciones.
Claro que hay libros que dan luces sobre lo “nuestro” antes del punto final, pero no están en la sección de literatura venezolana sino en misceláneas. Así, entre cualquier vaina, encontramos a Argenis Rodríguez, loco de tanta lucidez. Argenis que para “contarnos” se divorció no de todos, sino de cada uno. Argenis que con altanería dijo: “En Venezuela el único escritor que se fue a las guerrillas fui yo”.
Argenis relatando “la absoluta degeneración de Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez” (Escrito con odio). Argenis dando una “breve relación de la destrucción de un país” (Relajo con energía). Argenis contando la mañana del golpe contra don Rómulo; sí, el escritor adeco en el país adeco abandonado por adecos (La caída de un presidente). Argenis en las misceláneas de la Gran Pulpería.

Publicado originalmente en la revista Épale Ccs Nº 34, pág. 9. http://www.ciudadccs.info/wp-content/uploads/EPALEN34_web.pdf

domingo, 19 de mayo de 2013

Eufemismos para la guerra


Antes de que cayera la primera bomba de la OTAN sobre suelo libio las empresas de comunicación ya habían hecho su trabajo, a saber, allanar el camino para que los muertos (50 mil de acuerdo a datos “oficiales”) fueran algo menos que lo “necesario” para sembrar la “democracia” gringa en la nación.
En aquel entonces, encontramos frases memorables de la retórica guerrerista imperial como por ejemplo los “bombardeos humanitarios”. También hubo sutiles deslizamientos de conceptos: mercenarios eran llamados rebeldes; masacres llamadas enfrentamientos; muertos y daños colaterales eran lo mismo.
Una vez más, el diario venezolano El Nacional suma su granito de arena en la avanzada mediática para preparar el terreno de la intervención militar extranjera en medio oriente: “Israel realizó hace menos de una semana bombardeos preventivos contra Hezbolá, que pretendía hacerse de armas químicas”.
¡Bombardeos preventivos! Semejante eufemismo es cortesía del periodista Manuel Tovar y se trata de la versión elegante de un ataque aéreo militar contra un pueblo que desde hace poco más de dos años soporta una arremetida nada más y nada menos que de los dos principales polos del imperialismo: EEUU y la Unión Europea.
A la escandalosa expresión se suma otro elemento utilizado religiosamente por los monopolios (des)informativos como clave segura para justificar desde asesinatos hasta violaciones a la soberanía de los pueblos: armas químicas; llave mágica que se desperdiga irresponsablemente cada vez que se señala a algún “enemigo” del sionismo y que no está lejos de ser más que una de las caracterizaciones del demonio.
En su “análisis”, el señor Tovar también  enumera a los personajes y protagonistas de la trama contra Bashar Al Assad. El clímax es este: Rusia, aliada de Damasco, quiere “mantener su herencia de la extinta Unión Soviética” y ¡atención!: también está Washington “que no quiere involucrarse en la confrontación”.
¿Acaso el periodista no sabe que la ex secretaria de Estado de la Casa Blanca, Hilary Clinton, decretó el derrocamiento de Al Assad como objetivo “diplomático” norteamericano?
Pero hay más: a pesar de que los yanquis “no quieren nada” con Siria, entregan “ayudas no militares” al Ejército Libre Sirio. ¿Será que los miles de dólares invertidos por EEUU en la zona son para financiar nada más que las meriendas de los mercenarios?
Tovar cita sin comillas a un catedrático israelí para lanzar otra perla del discurso mediático intervencionista: “la población entiende que el bombardeo de Israel a Hezbolá busca prevenir un mal mayor”. Es decir, se mata para “contener una amenaza” que, por cierto, fue sembrada por los propios operadores de esta guerra.
Pero el nom plus ultra de la “noticia” son las declaraciones de la “responsable del mundo árabe en el Instituto Europeo del Mediterráneo”, Lurdes Vidal: “en los últimos meses la violencia en Irak ha aumentado por cuestiones internas propias, pero también porque Siria está desestabilizando aún más la fragilidad interna iraquí”.
No fue la invasión de Bush, no fueron los tres billones de dólares destinados para destruir el país, no fue la ocupación de la alianza imperial, no fue el saqueo sistemático de los recursos naturales, no fue la escalada de terror contra el pueblo, no, nada eso: ¡Siria está desestabilizando Irak! Bien lo decía Hemingway: el fascismo es una mentira contada por matones.

sábado, 6 de abril de 2013

Primavera eterna: victoria secreta en el Cuartel de la Montaña



Iba con un poema de Leo Perdomo bajo el brazo, faltaba poco para las 4:25. Llegué al Cuartel pero sin estar del todo. Seguía pensando en la luz de La Habana de hace un mes y que la de hoy no nos sonreía a los que subimos. También mis ojos se quedaron mucho más abajo, por La Cañada, en una pinta callejera que rezaba: “Noel Rodríguez asesinado por Caldera”.

Algunas banderas trasnochadas seguían contando el luto rarísimo en el que nos sumergimos el 5 de marzo. Desde luego, no pude pasar. Unos cañonazos recodaron la hora, pero tampoco me cayó la locha. El encuentro pleno con el lugar vino mucho después: una pequeñita me tropezó y gritó “Chávez vive”. Volteé, su padre ofreció disculpas: “Está aprendiendo a agitar su primera bandera”, me dijo. 

Apreté mucho el poema de Inti. Ahora sí, estaba allí, completica, en mi circunstancia rematada; volvió al quite el dolor, pero también volvió un verso: “Abril/ primavera eterna” y entonces disfruté de mi precaria victoria de acera.

sábado, 9 de marzo de 2013

Tres segundos por una vida de lucha


"No toque el vidrio. No rompa la fila. Camine. Siga por aquí...". Hugo Chávez Frías viste de gala con un traje verde olivo y boina roja. Los puños en alto desfilan a su alrededor. El pabellón tricolor cubre su cuerpo.
Afuera, su "marea roja" le hace frente a un cielo clarísimo y despejado con el precario cobijo de algunos paraguas. La calma es rota esporádicamente por el temor de no lograr sellar con un "hasta pronto" una década de complicidades. En esos instantes, recordando desesperaciones como las de abril de 2002, se oye nuevamente "queremos ver a Chávez".
La respuesta al clamor es irrefutable: "Los tres segundos que tendrán ante el Comandante serán imborrables. No los pierdan por la impaciencia".
Los tres mentados segundos que tarda un venezolano en rendir honores a su líder están precedidos de una eternidad forjada en multitudinarias colas, sometidas a la tiranía de un sol inclemente y apaciguadas por el deseo de decir una vez más "presente".
Antes de la llegada al salón Libertador de la Academia Militar están las conversaciones de la noche anterior, las vicisitudes de un viaje no planificado desde el interior del país, los recuerdos de las movilizaciones pasadas, los reencuentros familiares, la incomprensión del hecho irreversible, el horror de un mal sueño, los cachitos fríos y la bebida caliente.
Al finalizar las procesiones de hasta 24 horas, el dolor se ha modelado por el sudor para convertirse en una serena resignación que se sostiene en un compromiso de continuidad: la consigna "Chávez vive, la lucha sigue" se lanza al viento y aplaca el desgaste.
Las cáscaras vacías de naranjas y las botellitas de agua apisonadas en el barro marcan el sendero desde alguna calzada del paseo Los Próceres hasta la estatua ecuestre del Libertador, última escala antes de divisar el ataúd con los restos del líder de la Revolución Bolivariana.
No bastó repetir incesantemente los versos de Alí Primera: al que murió por la vida se le lloró. La dureza de rostros trajinados por el sufrimiento se quiebra en la escalinata mientras el pasaje "canta canta compañero / que tu voz sea disparo" insiste en ser un mitigador.
Viejas con vestidos sucios, llenos de polvo mantienen una dignidad que no cede a los "espere un momento" de las fuerzas de seguridad. Una de las doñas es Marlene Venegas, conocida como la Caperucita Roja, un emblema del imaginario popular: "el legado de Chávez es esta revolución ¡quién dijo miedo! Se hizo héroe como Bolívar, pero no aró en el mar".
A la sombra mínima de un cañón, Del Valle Brito reposa sus pies cansados. Llegó a las dos de la madrugadas desde San Félix, estado Bolívar: "Él se lo merece y ahora hay que responder. Sembró unas semilla y debemos regarla para que crezca y se multiplique a nivel mundial".
Un sucesión vertiginosa de pequeños detalles alimentaron el tercer día de duelo: el beso de Mahmud Ahmadineyad y su puño al cielo; las lágrimas de Alexander Lukashenko, acompañado de su hijo; los susurros de Evo Morales; el vozarrón de Cristóbal Jiménez; y las manos juntas de los hombres y mujeres que tienen la titánica tarea de darle continuidad al proceso de trasformación.
El funeral de Hugo Chávez no será contado por La Historia, sino construido a modo de rompecabezas por la suma de los miles de "tres segundos" que se plantaron de cara al sol para firmar con su cuerpo un pacto irreversible de libertad.

jueves, 7 de marzo de 2013


Conocí La Habana el día que murió Hugo Chávez
Neirlay Andrade
Conocí La Habana el día que murió Hugo Chávez. Miraba libros viejísimos en un pequeño local y escogí uno de Miguel Bonasso. Las razones fueron dos. La primera es que mis entrañables compañeros Vero Canino y Leandro Albani leen a su compatriota argentino con pasión, así que pensé que podía agregar una complicidad más a nuestra amistad.
La segunda razón no es una razón sino esa rara situación que Lezama Lima llamaba azar concurrente: el libro de Bonasso se titulaba Recuerdo de la muerte. Sonreí. Una hora antes, paseando por los callejones de la ciudad, pensé que mi definición de La Habana sería una luz amarilla y cálida enfrentada con la dura piedra y que la muerte debía ser el cese de esa luz.
Fui hasta la caja y unos cuchicheos que acompañaron mi recorrido entre los anaqueles desde que llegué a la librería ya se habían convertido en lamentos. Una mujer le daba órdenes a otra mientras llamaba por teléfono: “Que diga si es verdad”.
─“¿Qué pasa?”, les dije.
─ “¿Usted es venezolana?”
Asentí y la mujer del teléfono colgó: ─ “El presidente ha muerto”.
Ella me veía con sus ojos grandes y redondos, apoderada de un dolor contenido en el ceño y los labios fruncidos.
Mire otra vez el libro que llevaba en la mano; afuera el viento proveniente del malecón seguía su juego con las hojas. Entonces, pensé que la cálida luz amarilla había cedido al frente frío y que la piedra desconchándose en alguna pared de La Habana vieja persistía en su laborioso derrumbe.
Al día siguiente salí del país gracias a una solidaridad no menos azarosa . Una extraña sacó de su bolsillo el dinero para pagar mi boleto de regreso y en ese momento comprendí que los jodidos contamos con los dedos del que está al lado.
Antes de embarcarme, Cuba me dio el último espaldarazo bajo la figura de un taxista: “Usted está dejando un país libre y allá la espera otro país libre”.
Otra vez pensé en Lezama Lima, en un verso oscuro que me ha acompañado desde hace años y que vuelve con distintas formas, pero siempre en momentos en los que un misterio se ha convertido en una claridad imposible de compartir: “Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.