
Para Susana Núñez
Poco más de treinta años; su mueca se debate entre una risita burlona y un rictus de amargura; ahí tienen a Charles Baudelaire, una vez más mirándonos desde la distancia; flaneur, voyerista, su cuerpo hundido en el espeso abrigo apenas tolera el peso de esos ojos. Más bien, todo su cuerpo no es más que un desdibujado telón de fondo para que esos dos fuegos emerjan como única señal de vida.
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¡No nos engañemos! Ése-de-allí no es Charles Baudelaire: solamente es “su imagen trivial en el metal” (Con esta frase trazó zanja entre su mirar de Extranjero y el mirar de la cámara).
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¿Dónde está Charles Baudelaire? Está en (tras) la foto. Y lo que esconde (revela) esta foto son sus manos. Lo que oculta esta foto es el oficio, la huella: lo que calla esta foto es el trabajo del poeta.
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Ante el vano intento de hacer de Baudelaire un vate, un poseído (ojos encendidos), un hombre que va a morir (abandonado por quién sabe que dios maligno), sus manos ocultas me dicen que algo está pasando todavía: de pronto, estoy ante un cuerpo; un cuerpo que está tramando tras ese abrigo su devenir, su próxima aparición. Este hombre ha-sido (Barthes), y será…
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Entonces la placa de metal no es más que una prueba de fe. Ha sido y será (no es). La foto carga acuestas con el cuerpo que, tras la pose, es Charles Baudelaire.
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No estoy, pues, ante una cosa muerta, pero sí ante una aparición; tras ella, Baudelaire ¡todo opio él; todo vino!
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Estoy también ante una sentencia de muerte. Ese cuerpo dejará de ser; también la foto es prueba de vida: después de todo, el poeta sí existió (aunque sus manos estén ocultas).
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¿Hubo un cuerpo antes de esta imagen? No para mí. La imagen (esos ojos) es la única realidad de aquel cuerpo enfermo. Esta imagen no es una imagen posible; esta imagen es… es Baudelaire, resuelto y vuelto sobre sí mismo: mirón mirado. Imagen plena: he allí su muerte.
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